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Crónicas Sudamericanas, 2da parte: El amor en los tiempos del Titicaca
sábado, agosto 14, 2010


Copacabana (Bolivia), 14.Agosto.2010

Hasta ahora, el único problema que le he encontrado al Lago Titicaca es que peruanos y bolivianos no consiguen ponerse de acuerdo en quien se queda con el 'titi' y quien con la 'caca'. Por lo demás, este gigantesco lago, que según la leyenda es un pedazo de mar que quedó atrapado con la formación de la cordillera de Los Andes, posee un embrujo que hace que el viajero se termine enamorando perdida e inevitablemente de él.

Nuestro primer encuentro fue agridulce. Mi inicial deslumbramiento al verlo por primera vez se vió frenado por el caos que acontecía en Tiquina, un estrecho por el que personas y medios de transporte deben cruzar el lago para llegar, 45 minutos después, a Copacabana, trampolín hacia las hermosas islas del Sol y de la Luna. Resulta que el fuerte viento impedía la salida de los ferrys y botes que transportarían –respectivamente—a buses y pasajeros al otro lado. Como era de esperarse, nadie sabía lo que estaba pasando. Los bolivianos cruzarían gratis con los buses mientras que los extranjeros –a los que la única información que se les proporcionó fue un “tienen que bajarse del bus”--cruzarían aparte y pagando. En medio de la confusión, la gente aprovechaba el tiempo para comer una trucha en el comedor cercano, tomar fotografías o jugar con Mauricio, una llama bebé que, ataviada con llamativos colores, caminaba perezosamente por allí.

Una vez comenzado el proceso de cruce, no puedo evitar sonreír: Bolivia es un monumento a la burocracia y la ineficiencia. A lo que ya había visto, que incluía boletos para uso de andenes en las estaciones y facturas por el uso de baños públicos, ahora se sumaba la esperpéntica logística para cruzar el lago. Delante del pequeño puerto donde estaban las lanchas que transportarían a los pasajeros, dos largas filas serpenteaban varios metros hacia atrás. Pero sólo la segunda era de gente que iba a abordar los botes; la primera era para comprar el boleto para montarse al bote, transacción que se llevaba a cabo en una ventanilla a escasos dos metros de las lanchas. Bolivia volvía a rizar el rizo. El porqué a nadie se le ocurrió que se podía comprar el boleto y abordar el bote haciendo la misma fila es un secreto que, junto con la legendaria ciudad perdida, probablemente yace enterrado en el fondo del lago.

Cruzar el Titicaca en Tiquina fue una experiencia terrorífica. El viento, que aún no se ha calmado del todo, hace que la lancha se bambolee de manera dramática. Más de dos veces estuve seguro de que nos íbamos al agua. Alrededor, el panorama es irreal: las aguas están repletas de ferrys con buses y carros, todos bailando en las olas, todos en un caos delicioso y perfecto.

Al llegar al otro lado, las sonrisas se desvanecen. El despelote es total, cientos de pasajeros recorren las calles de Tiquina sin una idea de dónde se encuentra su bus, ni cuando cruzará. “Los pasajeros del bus de las nueve de la mañana”, grita un tipo desde la puerta de un bus, provocando un efecto similar a lo que sucede cuando se agita un avispero. La falta de organización raya en lo sublime, y sería graciosa si olvidáramos por un momento que nuestro bus salió a las 11 de la mañana, y todavía estamos a decenas de kilómetros de Copacabana. Con todo, la espera no sería tan agobiante si no fuera por el polvo. El fuerte viento levanta nubes de tierra que lo cubren todo y se te meten en los ojos. Al poco tiempo, sientes que tu cara, manos y ropa están completamente pegajosos y sucios.

Como si de una señal se tratase, a las 5 p.m llega nuestro bus, el número cinco. Cuando el chófer grita “¡pasajeros del bus cinco!” ya prácticamente todos estamos dentro. La alegría se siente en el bus. Corre el rumor de que el número cinco fue el último en cruzar, y las caras de los que nos ven sonreír aliviados mientras esperan su bus es un verdadero poema.

Minutos después, el Titicaca y yo hicimos las paces. Tres cuartos de hora de sobrecogedores paisajes lograron que, al llegar a Copacabana, mis penas –y seguramente las de todos los pasajeros—hubieran sido enterradas en el olvido. Copacabana, por cierto, es un pueblo alegre y, en su contexto, con mucha vida. Al bajar del autobús, sientes que estás en un lugar importante. Grupos de turistas recorriendo las calles, infinidad de tiendas de artesanías, restaurantes, hostales a internet cafés corroboran la primera impresión. Después de conseguir alojamiento, nos dirigimos a organizar nuestro itinerario para los próximos días. Me acompañan Jennifer y Lucille, dos jóvenes francesas con las que viajaré a la mañana siguiente a la Isla del Sol y con las que, un día después, cruzaré la frontera peruana para ir a Puno y finalmente al Cuzco.

Al día siguiente, sábado, la cosa comenzó mal. Nuevamente el fuerte viento nos impidió salir en lancha hacia la Isla. Pero, por toda su desorganización, Bolivia es un país en donde la palabra 'imposible' no existe. Minutos después teníamos un bus listo para llevarnos, previo pago ‘extra’, a Yampupata, una lengua de tierra desde donde el cruce a la parte norte de la Isla del Sol sería mucho más corto y fácil.

Tristemente, el destino decidió regalarnos uno de los cuatro días anuales de mal tiempo en la isla. El gélido viento te penetraba hasta los huesos y la lluvia iba y venía. Por si fuera poco, la Isla del Sol nos ofrecía un espectáculo un poco desconcertante. Al habitual contraste entre turistas y locales, se sumaba la presencia de una cantidad enorme de jóvenes que viajaron a la isla para asistir a un festival de música electrónica. La nula presencia de autoridad en esta cara de la isla la convierte en un lugar perfecto para fiestas y, cómo no, para el uso libre de drogas. Observar a estos muchachos bailando de manera extraña en la playa ante la mirada enigmática de los lugareños resulta en una escena reveladora: imposible no pensar en el contraste económico, educativo y hasta racial entre los dos grupos. Menos de un kilómetro en dirección opuesta a la fiesta, la pobreza de los pobladores de esta isla poco entiende de Djs y drogas sintéticas. Sus habitantes viven en casas poco protegidas del clima, en donde el agua corriente y la luz eléctrica son bienes preciados y escasos. La mayoría, además, posee cerdos o vacas, y las montañas de excrementos que estos animales producen a menudo se apilan a escasos centímetros de las casas y de donde los niños juegan. El panorama revive en el espíritu esa gran contradicción que define Bolivia: paisajes de belleza abrumadora de la mano de una población escandalosamente pobre.

El clima, por su parte, no daba tregua. El frío y el viento fueron intensos durante todo el día y especialmente luego de la caída del sol, lo que no impidió a los muchachos bailar hasta el siguiente amanecer. Muchos de ellos viajaban, a la mañana siguiente, en el bote de vuelta a Copacabana. No habían dormido, pero se sentían satisfechos por la fiesta. Regresaban a sus hogares con historias y anécdotas, como la del frío intenso que sólo permitió que se celebrara la última de las dos noches planeadas por los organizadores del festival. O como la del niño que, mientras arreaba un par de escuálidas vacas, se quedó mirando a los dos muchachos que guardaban la entrada al festival de manera extraña. El raro encuentro de dos universos que están cerca y a la vez tan lejos.

Todas estas cosas pasaban por mi mente al sentarme en un nuevo bus, éste con destino a la ciudad de Puno, del lado peruano, y obligada parada de camino al Cuzco. Al cruzar la frontera –con un sólo funcionario y una fila inmensa—no puedo evitar reparar nuevamente en la seguridad. Las mochilas, que cruzan dentro del bus, no son revisadas. Atrás queda Bolivia, Copacabana, y la hermosa Isla del Sol, donde aprendí que la cercanía física es una dimensión vacía, y que la belleza natural de ciertos lugares no necesariamente acarrea prosperidad y riqueza para los que en ellos habitan. Acabo de dar mi primer paso en Perú, iniciando un trayecto que me llevará hasta Machu Picchu. Que siga la aventura.


posted by RicAngel @ 20:50  
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