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Salar de Uyuni: el placer de perderse en la nada
viernes, diciembre 31, 2010



San Pedro de Atacama, 5.Septiembre.2010

Mentiría si digo que dormí. Mentiría también si digo que pasé las nueve horas en blanco. ¿Qué hice, entonces? Pues lo que llevaba haciendo hace ya casi un mes: rebotar hasta el adormecimiento, revolverme en el incómodo asiento hasta lograr el hartazgo de mi propio cuerpo. Inducirlo despiadadamente a conformarse. Lo logré, al final, pero debo aceptar que el viaje de La Paz a Uyuni fue especialmente salvaje. Y no fue porque más de la mitad del viaje fue como atravesar un campo minado. No, a eso ya se había acostumbrado mi malogrado tren inferior.

Reconozco que había escuchado hablar del frío en Uyuni, pero no estaba ni de cerca preparado para lo que se me venía encima. Unas dos horas antes de llegar, a eso de las cinco de la mañana, las ventanas ya estaban congeladas. La gente tiritaba en el bus, que seguía rebotando de piedra en piedra. Cuando descendí del bus, sentí que estaba en un lugar inviable para la existencia humana. “¿Quién #$%& vive aquí?”, le pregunté a Sofía, mi compañera portuguesa, mientras recogíamos nuestras congeladas mochilas. Pero la cosa sólo había hecho comenzar: teníamos cuatro horas para tomar un baño, comer algo e iniciar un tour en el que atravesaríamos el lugar más frío, solitario, inhóspito, increíble, maravilloso, especial, sobrecogedor, divino y sublime que he visto en mi vida. Sí, el Salar de Uyuni es todas esas cosas y más.

Después de una ducha caliente –la primera en 48 horas--, iniciábamos la travesía visitando un lugar llamado “el cementerio de trenes”. Nuestro grupo estaba formado por dos 4x4s conducidos por Walter y Andrés, dos guías expertos en la región. En ese momento no reparamos en ello, pero una mirada más atenta a los carros nos hubiera revelado la clase de viaje que se nos avecinaba. Dos tanques de gasolina encima de cada uno, llantas con marcas de mucho maltrato, y en general el aspecto de un veterano de mil batallas. Si los carros fueran soldados, habrían sido las parte de las legiones de Alejandro Magno.

Pero volvamos al dichoso cementerio, que no es más que un un montón de hierros oxidados, esqueletos de trenes que alguna vez funcionaron y que a algún boliviano avispado se le ocurrió transformar en pseudo-atracción turística. Encima, pedazos de basura y bolsas plásticas se enredan en las ramitas que salen del árido suelo. El paisaje en conjunto era desolador, y por los próximos kilómetros, si bien no vimos más trenes ni basura –aunque si un flamingo moribundo—, el viento, el polvo y la desesperación que transmitía el lugar podría haberme hecho jurar que me encontraba en la Oklahoma de 1936, en medio Dust Bowl estadounidense.

Pero no duró mucho mi mente en Oklahoma, porque la nada me golpeó tan repentinamente que tardé en salir de mi aturdimiento. La nada... ¿cuántas veces hemos tenido el placer de estar en su presencia? Los seres humanos vivimos nuestras vidas en espacios limitados, definidos. Carreteras, caminos, pasillos, casas, oficinas, carros... siempre sabemos donde está el final de una cosa, y el principio de la otra. Ignoro si es una cosa natural o no, buena o no, pero se puede decir que la sensación de inmensidad del Salar de Uyuni es abrumadora y liberadora a la vez. Kilómetros y kilómetros y kilómetros de nada. Bueno, de sal, pero para los fines de esta crónica da lo mismo. Precisamente porque es sal, el suelo es completamente plano. En el desierto, la arena se mueve con el viento, formando dunas aquí y allá. En el Salar la arena está ahí, sople viento, llueva o relampaguee. Totalmente plana, totalmente blanca. Si eso no es la nada, entonces es lo más que nos podemos acercar.

De repente, llegamos al hotel de sal. En este punto, lo primero que se te viene a la mente es ¿y porqué está ahí? ¿Porqué no un metro, o un kilómetro más al sur, al norte, al este, al nordeste o al nor-nordeste? Y luego, al ver la banalidad de la pregunta, reconoces que aún no has asimilado en donde estás. Porque esa misma sensación de inmensidad que resulta liberadora, también resulta reveladora de la infinidad del planeta, y de lo insignificante que somos los seres humanos; insignificancia que tendemos a olvidar con demasiada facilidad.

Pedimos al chofer que apague la música, ansiosos de experimentar este mundo mágico en el que nos encontramos sin estímulos artificiales. Un segundo después, nos encontramos escuchando el silencio. El más puro, absoluto e impoluto silencio. Pensar que en ese preciso instante en cualquier ciudad del mundo el bullicio es insoportable te hace darte cuenta del privilegio de estar aquí. A nuestras espaldas, el volcán Thulipa nos observa, seguramente aburrido. “Nos guiamos por las montañas”, nos dice el chofer, antes de que podamos hacer la pregunta evidente. Nos encontramos ahora en una de las orillas del Salar, entrando a un pueblo en donde no hay un sólo ser humano a la vista. “Están todos trabajando”, nos dice el guía, agregando que unas 15 familias habitan el lugar. Una vez a la semana, un bus recorre este y otros pueblitos y cruza el Salar hasta Uyuni, en donde éstas personas compran su comida y demás cosas. Cruzar el Salar, para ellos, es la cosa más normal del planeta.

A medida que se oculta el sol –y baja la temperatura—el Salar ofrece su mejor versión. Un aura rosada, casi fluorescente, empieza a descender sobre el horizonte, dándole un tono celeste –y celestial—a los “hexágonos” naturales que se forman en la sal. El espectáculo es surreal. La inmensidad de la nada, el silencio, los vívidos colores... si el mejor amanecer se ve en Machu Picchu, pensé, el mejor atardecer le pertenece sin duda alguna a este perturbador lugar. Esa noche, me fui a dormir pensando que lo había visto todo, que ni una aparición de la virgen María al estilo Fátima podía superar el atardecer en el Salar. Pero, ay, qué equivocado estaba.

“No debía haber gastado todos mis adjetivos en los apuntes del día anterior”, pensé, al llegar a la isla del Pescado, o Inca Wasi (casa del Inca). Si el Salar mismo raya en lo surreal, esta “isla” es directamente un espejismo, una ilusión, o simplemente un montaje. Cientos de cactus pueblan esta enorme formación rocosa en medio Salar. Entonces, comprendes que el Salar no es un desierto, es un mar. Los paisajes son de fantasía: tener un cactus gigante, una roca, la inmensidad de la sal y las montañas andinas en la misma foto es algo que me niego a aceptar como real. Juro que si se hubiera aparecido Peter Pan y Campanita los hubiera saludado con total normalidad. Además, la brillantez del lugar, que quema en los ojos (venir aquí sin lentes de sol es un suicidio), da un aire como de estar en el cielo. O en el infierno, que no es cuestión de ponerse ideológico.

Todavía anonadados, salíamos del Salar. Ahora, nos adentrábamos en una especie de desierto con montañas, un paraíso de aridez que mi mente, por algún motivo oscuro, asociaría con Afganistán antes que con Bolivia. Pero ahí estábamos. A punta de doble tracción, pasando a toda velocidad por encima de piedras inmensas, intentando seguir los rastros que otros carros habían dejado, los choferes guiándose por las montañas al fondo. La travesía seguiría así hasta el día siguiente, previa parada para pernoctar en lugar que se asemejaba más a un edificio en ruinas que a un hotel. Ese día fue el más extremo. Para completar una travesía de 500 kilómetros –y ya adentrados en la Reserva Nacional Eduardo Avaroa—atravesamos los caminos más difíciles de Bolivia, llegando incluso a perder el tubo de escape por el camino. El ambiente no podía ser más inhóspito: el viento cortaba, el frío era de una intensidad que jamás había experimentado, y la tierra, árida, fría y yerma, parecía gritarte que te largaras de allí, que no eras bienvenido. Pero no había tiempo para reflexionar, pues debíamos recorrer los últimos kilómetros de terreno boliviano para llegar a la frontera, donde tomaríamos el bus de las 10.30 de la mañana hacia San Pedro de Atacama.

Una vez en el bus, caemos rendidos, pero nuestras esperanzas de sueño se ven interrumpidas por una sensación que nuestros cuerpos habían olvidado hace ya un tiempo. Estamos en una carretera. Y no sólo eso, también tiene señales. Por tener, la carretera que lleva hasta San Pedro de Atacama (descendiendo más de 2000m) tiene hasta pistas de emergencia para el que se queda sin frenos. En cuestión de minutos, la diferencia entre Bolivia y Chile te abofetea la cara. Acabamos de pasar del país más pobre al más rico. Del siglo XIX al siglo XXI. En San Pedro, las calles ni siquiera están asfaltadas, pero eso no importa. La sensación de civilización no se puede ignorar. Mientras tomaba la primera ducha caliente en 72 horas, sonreía. Había sobrevivido al Salar, a La Paz, Copacabana, Cusco, Arequipa, Cochabamba... tantos nombres que ya no puedo recordar. Ahora me esperaba el sandboarding, mi reencuentro con pequeños placeres como el Internet, la corriente o el agua caliente, y una travesía de 24 horas hasta Santiago de Chile. Pero eso, como diría Michael Ende, es otra historia, y será contada en otra ocasión.



posted by RicAngel @ 16:16  
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