Panamá, 07.mayo.2009
En sus poco más de 100 días como presidente, la maquinaria bélica de Barack Obama se ha concentrado, casi por completo, en la lucha contra el terrorismo en la frontera entre Pakistán y Afganistán. La línea Durand –impuesta a la fuerza hace 116 años por Sir Mortimer Durand para separar el Raj Británico del Emirato de Afganistán-- ha traído de cabeza a muchos antes que al nuevo presidente americano. Lord Roberts, comandante británico, dijo en 1893 que aquella era “una parte del mundo en la que la anarquía, el asesinato y el robo han reinado de manera suprema”. Robert Fisk, quizás el corresponsal más famoso del mundo, recuerda en un artículo reciente que “el problema es que los pashtunes piensan que esa tierra se llama Pushtunistán, y no reconocen la línea Durand (que parte el “Pushtunistán” en dos), al igual que no lo hacían en el siglo XIX”. Fisk concluye lapidariamente que “cuando millones de personas no reconocen una frontera, entonces ni todos los caballos ni hombres del rey (o de Obama) serán capaces de hacer algo al respecto”.Ignorando la historia, Obama ha decidido zambullirse de lleno a “la tumba de los imperios”. De hecho, la era Obama ya ha producido un término para definir su enfoque de este conflicto: Af-Pak. El término, que goza de la sencillez y simplicidad característica de los norteamericanos, involucra en el conflicto también a Pakistán, tradicional aliado de EEUU y que, casualidad o no, se ha convertido en poco menos que un país al borde del colapso. El asunto, desde luego, es sumamente importante. El gobierno de Islamabad cuenta con armas nucleares –la llamada “bomba islámica—que, de caer en las manos “equivocadas”, podrían desatar un verdadero desastre global. El sólo hecho de imaginar a los fanáticos talibanes derrocando al gobierno pakistaní provoca insomnio en muchos lugares del mundo, de Washington a Nueva Delhi, pasando por Teherán y, quizás, también por Tel Aviv. Los medios, casi al unísono, se han apresurado a convertir a Pakistán en el lugar más peligroso del mundo. El New York Times, en un reciente análisis, hablaba de “cronogramas apocalípticos”, citando un informe del Atlantic Council –un think-tank de Washington— publicado en febrero y elaborado por los senadores Chuck Hagel (Nebraska) y John Kerry (Massachussetts) que le daba al gobierno pakistaní de 6 a 12 meses para que la situación pasara de “mala” a “peligrosa” En su análisis, el Times cita también a David Kilcullen, especialista en guerrillas que asesoró al General Petraeus durante su gestión en Irak, que aseguró que el país podría colapsar en seis meses. Haciéndose eco de este y otros análisis, el veterano periodista Robert Dreyfuss escribía en su blog en la revista The Nation que “hace un año, habría pensado que la idea de que fundamentalistas islámicos tomaran Pakistán era ridícula. No más. No concuerdo con Kilcullen en que Pakistán podría colapsar en seis meses, pero tampoco es imposible”. “Sin embargo”, concluyó Dreyfuss, “no nos equivoquemos: este es el problema más peligroso del mundo”. El asunto retumbó inclusive en Israel. Bradley Burston, columnista del diario Haaretz, se preguntaba –trayendo el asunto al interés israelí-- si sería posible que el Talibán “consiguiera la bomba antes que Teherán”. Otros, sin embargo, no coinciden con las visiones apocalípticas que inundan los medios de comunicación a diario desde Washington. “Islamabad, al contrario que el San Petersburgo de 1917 o el Teherán del 78-79, no caerá por una revolución popular”, escribió hace unos días en el Asia Times Online el reconocido analista brasileño Pepe Escobar. La voz de Escobar no es fácil de ignorar: el paulista forjó su leyenda con su cuasi-profético artículo “¡Atrapen a Osama ya! O sino...”, publicado en el mismo diario sólo dos semanas antes de los ataques del 11 de septiembre de 2001. Y es que los números hablan por sí solos: al menos el 55% de los 170 millones de paquistaníes son punjabíes, en su gran mayoría musulmanes chiítas, sufis, o mezcla de ambas (el Talibán es rabiosamente suní y consideran a los chiítas como infieles). Cerca de 50 millones de paquistaníes son Sindhis, seguidores del Partido del Pueblo Paquistaní (PPP), de corte centrista y marcadamente secular y al que pertenecía Benazir Bhutto (los Bhutto han dominado tradicionalmente el PPP) y pertenece su viudo y ahora presidente Asif Alí Zardari. Escobar asegura que el Talibán paquistaní está subdividido en tres grupos, que en conjunto suman unos 10,000 insurgentes (de acuerdo a otras fuentes podrían estar alrededor de los 35,000) sin fuerza aérea ni tanques. “Pensar que esta banda de chusma puede acabar con el profesional y bien equipado ejército paquistaní, el sexto ejército más grande del mundo, que ya se ha enfrentado al coloso indio en batalla , es ciertamente ridículo”, concluye el brasileño. Desde esta óptica, acabar con el problema Talibán parecería reducirse a una operación rutinaria para el ejército paquistaní. Pero la situación en Pakistán es, como todo en esa región, bastante más compleja de lo que parece. Mucho se ha escrito acerca de la incapacidad del ejército paquistaní –cuyo “enemigo número uno” ha sido y sigue siendo la India— de enfrentarse exitosamente a una insurgencia doméstica. Esta afirmación, si bien es cierta, se queda corta para explicar la situación en la áreas tribales paquistaníes. Aftab Ahmad Sherpao, ex ministro paquistaní del Interior, se lo puso claro al New York Times: “en Pakistán, combatir la insurgencia es visto como una causa estadounidense”. Islamabad, su ejército y su todopoderosa inteligencia militar ISI (Dirección de Inteligencia Inter-Servicios) mantienen hace décadas una relación amor-odio con Estados Unidos: si bien han sido oficialmente aliados, es vox populi que muchos oficiales del ejército y del ISI simpatizan con la causa talibán (incluso muchos dicen que el ISI es el gran responsable de su resurgimiento en Afganistán después de que la invasión de 2001 los sacara del poder), se dice que han entrenado a muchos de sus comandantes para uso futuro (o presente) en Afganistán o la Cachemira india y es un hecho que el reciente acuerdo de paz que implementó la sharia o ley islámica en el Valle del Swat –y que los talibanes, según aseguraron a Al Jazeera ayer, consideran “muerto”-- fue promovido principalmente por el ejército. Los militares, por supuesto, también se defienden. “No se puede iniciar una operación exitosa con un déficit de confianza. Pakistán es un aliado de EEUU. Pero cuando nos vinculan al Talibán, los soldados dicen 'al infierno con ellos si piensan así luego de haber perdido 1500 vidas' (número de soldados que el ejército asegura han muerto luchando en las áreas tribales)”, asegura el general Javed Ashraf, ex director del ISI. La creciente presencia india en Afganistán –que está construyendo carreteras y ha abierto dos consulados recientemente en ciudades cercanas a Pakistán—no ayuda tampoco a motivar a muchos paquistaníes contra unos talibanes que, al fin y al cabo, son paquistaníes y musulmanes. En Jelhum, un pueblo al sur de Islamabad, por ejemplo, se dio el caso de una familia que rehusó aceptar el cadáver su hijo por haber muerto luchando contra compatriotas musulmanes en suelo paquistaní. A pesar de que la situación es grave, es evidente que Islamabad no caerá pronto, y probablemente nunca lo haga. Para Escobar, la histeria actual puede tener varios motivos: primero, que una verdadera democracia y gobierno civil en Pakistán es, en su opinión, contrario a los intereses norteamericanos. Segundo, prosigue, “muchos en el gobierno paquistaní quieren seguir recibiendo millones de parte de Washington para supuestamente luchar contra el Talibán y a la vez armarlos para luchar contra EEUU y la OTAN en Afganistán”. El brasileño finalmente apunta que al Asia Times le ha sido asegurado que el Pentágono y el ex dictador Pervez Musharraf podrían estar tramando un golpe de Estado. “Es crucial recordar”, apunta Escobar, “que todos los golpes militares en Pakistán han sido llevados a cabo por el jefe de personal del ejército. Así que el hombre del momento es el General Ashfaq Kiani”, que goza de una íntima relación con el jefe del Estado mayor de EEUU, Mike Mullen, y es un enemigo declarado del Talibán. Lo único real es la dramática situación de los pobladores de las regiones tribales. Sin importar la importancia de la amenaza –e ignorando los casi diarios ataques aéreos estadounidenses en suelo paquistaní, una violación de la soberanía paquistaní y de las leyes internacionales que ha duplicado su frecuencia desde que Obama asumió el poder--, Islamabad enfrenta un desastre de proporciones mastodónticas: se calcula que entre las áreas tribales (FATA) y la Provincia de la Frontera Noroccidental (NWFP) al menos un millón de personas han sido desplazadas. Solamente ayer, y en la víspera de una operación masiva contra los insurgentes, cientos de miles de habitantes de Mingora, la mayor ciudad del valle del Swat, huían de sus casas. Ángeles Espinosa, enviada especial del diario español El País informaba que: “atrapados en el fuego cruzado, el millón y medio de habitantes de Swat corre el riesgo de engrosar el elevado censo de desplazados. El ministro de Información de la NWFP, Mian Iftijar Husain, dijo que esperaban medio millón de personas y que estaban preparando su acogida en los distritos vecinos”. Casualmente, o no, mientras esto sucede Zardari se encuentra, junto a su colega afgano Hamid Karzai, en Washington, y muchos creen que la “desproporcionada” operación contra los talibanes paquistaníes no es más que un intento de demostrarle al nuevo jefe, Barack Obama, que Pakistán está enteramente comprometido con una “guerra contra el terrorismo” que, como bien dice Espinosa, los aliena, a él y las élites políticas paquistaníes, cada vez más de la población. El embrujo de la línea Durand parece extenderse al este. “¿Es que nunca aprendemos?”, se pregunta Fisk, “Pakistán está detonándose frente a nosotros. ¿Y qué hacemos? ¿Tratamos de resolvar las heridas de Cachemira, de Palestina, de Kurdistán o El Líbano? No... nos embarcamos en otra 'aventura' llena de veneno y bombas sucias... ¿el lugar más peligroso del mundo?”. |