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Crónicas Sudamericanas, 3ra parte: Viaje al corazón de Machu Picchu
domingo, agosto 22, 2010

Aguas Calientes, 22.Agosto.2010

Cuando el bus se detuvo a eso de las 4.30 am, deseé haber seguido rodando al menos hasta el amanecer. Me preocupaba que la estación de buses de Cusco estuviera cerrada, lo que nos obligaría a esperar a la intemperie a nuestros amigos viajeros que viajaban en un bus programado para llegar a las seis. Mi miedo no era infundado: una semana antes, la estación de Santa Cruz, en Bolivia, me había hecho esperar a la intemperie un bus hacia Cochabamba. Pero Perú no es Bolivia.

Ocho horas antes, Puno me había dejado una impresión leve pero poco tranquilizadora de la diferencia entre los dos países. Ya no te daban facturas cuando usabas el baño, el 'impuesto' por el uso del andén se pegaba al boleto de bus, y el bus que nos llevaría a Cusco eran tan moderno como puede esperarse pero, aún así, realicé el viaje con temor a la gélida espera que, afortunadamente, nunca llegó.

Porque la estación cusqueña no sólo estaba abierta, sino que hervía con actividad. Completada la espera, comprobamos en carne propia otra de las diferencias entre Perú y Bolivia. No habíamos salido de la estación cuando un enjambre de personas ya nos acosaba intentando conseguirnos taxis, habitaciones y tours por los alrededores. En Cusco flota en el ambiente ese aire de que todos se quieren aprovechar del turista, de saber que tendrás que regatear hasta por las botellas de agua. A la larga, resulta exhaustivo y frustrante.

Cusco, no obstante, es una ciudad magnífica. Con sólo ver su Plaza de Armas, sus imponentes iglesias y su arquitectura colonial, es fácil entender porqué Perú era un Virreinato. El turismo aparenta estar bien organizado, y los viajeros están hasta debajo de las piedras. Cusco es, antes que nada, la puerta a Machu Picchu, y todo los viajeros que caminan sus calles y duermen en sus hostales se encuentran ya sea de camino hacia la ciudadela inca o regresando de ella. Si se mira atentamente, dicen los locales, se puede distinguir: los que están de vuelta tienen un brillo distinto en el rostro. Machu Picchu se queda en ti, y no te abandona jamás.

Visitar Machu Picchu no es coser y cantar. La cuestión es que lo bonito no sólo es el lugar, sino el camino. Machu Picchu nunca fue 'descubierta' (o 'invadida', o 'profanada', según se lea la historia) por los españoles, y estuvo 'oculta' hasta principios del siglo pasado, cuando entre un campesino local, Agustín Lizárraga, y el historiador estadounidense Hiram Bingham la dieron a conocer al resto del mundo. Es por eso que el 'Camino Inca' es tan o más importante que las ruinas mismas. Pero hay un problema: el 'Camino Inca' es largo, duro y tortuoso. Consecuentemente, la industria turística cusqueña ha inventado varias alternativas, desde el 'Salkantay' –un 'Camino Inca' más barato y menos largo y duro—hasta el simple y corto viaje en tren a Aguas Calientes, el pueblo que yace a las faldas de Machu Picchu. Nuestras condiciones físicas, económicas y de disponibilidad de tiempo nos hicieron decidirnos por el 'Inca Jungle', un camino de 4 días y 3 noches que incluía descendidas en mountain bike y caminatas exhaustivas.

El viaje inició, con el alba, el martes. Varias horas de subida a lo alto de las montañas sirvieron para quitar cualquier resquicio de sueño o pereza. Dudo que haya paisajes más sobrecogedores en el mundo, y en mi libreta escribí que “ciertamente es lo más hermoso que he visto en mi vida”. Las increíbles montañas, con sus picos nevados, tenían incrustradas en sus faldas zigzagueantes carreteras. Al llegar al punto más alto, comenzamos el descenso en bicicleta, una de las experiencias más emocionantes y extasiantes de mi vida. La velocidad, el paisaje y la sensación del viento en la cara dan una sensación de libertad y placer demasiado difícil de describir.

Con el cansancio que sucede al éxtasis, llegamos a pasar la noche a Santa María, un pueblo olvidado en el medio de la nada, pero con gente amigable y cerveza fría y barata. Al volver al hostal, unos obreros miraban embelesados hacia la montaña. En ella se podía ver claramente los rostros de cuatro indios. Anonadados, reímos con ellos, no sabiendo si soñábamos, alucinábamos o era realidad. Una de esas cosas que hace esta tierra única, un lugar en donde fantasía y realidad se entremezclan de maneras incomprensibles.

Al amanecer, el placer del descenso en bicicleta dio paso a la dureza de las caminatas. Recorrimos unos veinte kilómetros por caminos aterrorizantes, en donde un paso en falso podía ser el último. Los paisajes, sin embargo, eran majestuosos, únicos, demasiado bellos como para no tomar el riesgo. Berny, nuestro guía, nos explicaba los secretos de la civilización inca: sus caminos tallados en la montaña, su red de mensajeros corredores o chasquis y, sobre todo, el enfoque fascinante con el que contruyeron las cosas. Los incas construían pensando en la eternidad y en la naturaleza. Los caminos están construidos de la manera más difícil pero más duradera y todos los árboles fueron dejados en su lugar, aunque estuvieran en mitad del camino.

Orgulloso, Berny proseguía su relato. Nos contó de las ceremonias del 1 de Agosto, el día de la Pachamama (Madre Tierra), en las que participaba con su padre. Durante el ritual, el pequeño Berny sostenía las tres hojas de coca, que simboliza la trilogía inca. Janampacha, el cielo, simboliza a los espíritus y su animal es el cóndor. Qaipacha, la tierra, simboliza las montañas, los rios, las plantas, el tiempo presente, y su animal es el puma. Ujupacha, finalmente, simboliza a los muertos dentro de la tierra, y su animal es la serpiente. Cuando se juntan estas tres hojas, los quechuas realizan con ofrendas un pago a la tierra, agradeciéndole por darles todo. La nostalgia se adivina en los ojos de Berny. “Agradecer a la tierra es importante. Dios perdona, pero la naturaleza no. Éstas tradiciones se están perdiendo, y también el idioma quechua”, dice con los ojos perdidos en los valles de sus antepasados.

Por la noche, en el pueblo de Santa Teresa, los turistas bailan y se emborrachan ante la mirada de los locales. Nadie lo comenta, pero hay una barrera invisible que separa un grupo de otro. Es la barrera que separa al pobre del rico y al indio del blanco. La barrera de desigualdad social que seguirá condenando a Latinoamérica a la segunda fila mundial. Extraña vida la de los guías, pensé, que manejan diariamente grupos de personas inmensamente más ricas que ellos, pero con los que raramente se meclarían ni se mezclarán, excepto para satisfacer la curiosidad del turista.

Horas más tarde, iniciábamos la última caminata, esta vez hasta Aguas Calientes. Entrar caminando a este pueblo es fundamental, ya que el camino discurre por detrás de Machu Picchu y te ayuda a darte cuenta de la magnitud de lo que estás a punto de hacer. Aguas Calientes, por lo demás, es un pueblo sin pena ni gloria. Lleno a rebosar de turistas, con toda clase de tiendas y restaurantes a precios bastante caros. Basta hacer dos preguntas para hallarse frente al mercado, donde los locales comen, y conseguir un plato de comida casera unas seis veces más barato que en los restaurantes turísticos del pueblo.

Luego de una pequeña siesta, a las 3.30 am iniciamos la subida hasta Machu Picchu. Cientos de turistas hacían el tortuoso camino, con cientos de corazones latiendo frenéticamente al mismo tiempo, y todos tratando de normalizar su agitada respiración. El frío se desvanece, y todos sudan profusamente. Al llegar a la cima, a eso de las cinco, la satisfacción se ve borrada por la vista de la kilométrica fila. Es en ese momento que el sudor de la camiseta se comienza a enfriar, haciendo de la hora que resta para abra el sitio y salga el sol un verdadero martirio. Pocos minutos después, logramos el objetivo que nos hizo madrugar: una pareja de guías pasa con una lista apuntando los nombres de los 400 afortunados que subirán a Wayna Picchu ('montaña jóven', en quechua), la montaña que se ve en todas las fotos de “Machu Picchu” (de hecho, el verdadero 'Machu Picchu', o 'montaña vieja', está justo detrás del fotógrafo).

Una vez dentro, cualquier penuria o frustración aparecida durante la subida, la espera, el tour, o la vida misma se desvanece al ver por primera vez esta maravilla del mundo. Los primeros rayos de sol se cuelan por entre las escarpadas montañas, y poco después las bañan con un aura celestial. Grupos y grupos de turistas recorren embelesados los jardines, los templos y las casas, admirando cada piedra de este misterioso y fascinante lugar. Aquí y allá se oyen guías hablando idiomas desde el francés al japonés.

La belleza del lugar es sublime, divina, sobrecogedora, alucinante. El embrujo y la energía positiva –debido a la abundancia de cuarzo, dicen—se pueden palpar. La ciudadela, además, es mucho más grande de lo que uno se puede imaginar. En sus jardines pastan hermosas llamas que interactúan de manera asombrosa con los turistas. Uno no sabe por donde empezar a fotografiar el lugar, ni siquiera si es adecuado fotografiar esta belleza. En Machu Picchu tu mente deja de funcionar con normalidad. ¿Debo ir a la casa del guardían y tomarme la foto clásica? ¿O mejor explorar los rinconcitos? ¿O acostarme en el patio? ¿O jugar con las llamas? Sea lo que sea, el tiempo vuela aquí, y uno baja con esa sensación compleja, mezcla de satisfacción y culpa (por bajar 'demasiado temprano'), pensando en cuando volverá. Seguramente ese es el 'brillo' del que hablan en Cusco.

Aún no está claro qué fue exactamente Machu Picchu. Se cree que iba a ser una ciudad especial (estaba en construcción cuando fue abandonada), en donde residiría una élite astrológica y/o religiosa. Pero su historia, el lugar, la sabiduría y el significado hallados en cada esquina, deja ver que los que contruyeron esta ciudad tenían una conexión con la naturaleza más allá de nuestra comprensión, una naturaleza que cubrió la ciudadela con su manto y quiso que permaneciera intacto hasta la época moderna. Los incas, como la mayoría de los pueblos del Nuevo Mundo, estaban, en muchos aspectos, por detrás de la civilización europea. Pero había algo que ya sabían, algo que nuestro occidentalizado mundo aún no ha aprendido a hacer: vivir en armonía con la Madre Tierra. Cuánto quisiéramos poder traerlos de vuelta para que nos contaran esos secretos que yacen enterrados en ruinas como Machu Picchu. Cóndor, puma y serpiente... quizás es tan sencillo como eso.

posted by RicAngel @ 17:54   0 comments
Crónicas Sudamericanas, 2da parte: El amor en los tiempos del Titicaca
sábado, agosto 14, 2010


Copacabana (Bolivia), 14.Agosto.2010

Hasta ahora, el único problema que le he encontrado al Lago Titicaca es que peruanos y bolivianos no consiguen ponerse de acuerdo en quien se queda con el 'titi' y quien con la 'caca'. Por lo demás, este gigantesco lago, que según la leyenda es un pedazo de mar que quedó atrapado con la formación de la cordillera de Los Andes, posee un embrujo que hace que el viajero se termine enamorando perdida e inevitablemente de él.

Nuestro primer encuentro fue agridulce. Mi inicial deslumbramiento al verlo por primera vez se vió frenado por el caos que acontecía en Tiquina, un estrecho por el que personas y medios de transporte deben cruzar el lago para llegar, 45 minutos después, a Copacabana, trampolín hacia las hermosas islas del Sol y de la Luna. Resulta que el fuerte viento impedía la salida de los ferrys y botes que transportarían –respectivamente—a buses y pasajeros al otro lado. Como era de esperarse, nadie sabía lo que estaba pasando. Los bolivianos cruzarían gratis con los buses mientras que los extranjeros –a los que la única información que se les proporcionó fue un “tienen que bajarse del bus”--cruzarían aparte y pagando. En medio de la confusión, la gente aprovechaba el tiempo para comer una trucha en el comedor cercano, tomar fotografías o jugar con Mauricio, una llama bebé que, ataviada con llamativos colores, caminaba perezosamente por allí.

Una vez comenzado el proceso de cruce, no puedo evitar sonreír: Bolivia es un monumento a la burocracia y la ineficiencia. A lo que ya había visto, que incluía boletos para uso de andenes en las estaciones y facturas por el uso de baños públicos, ahora se sumaba la esperpéntica logística para cruzar el lago. Delante del pequeño puerto donde estaban las lanchas que transportarían a los pasajeros, dos largas filas serpenteaban varios metros hacia atrás. Pero sólo la segunda era de gente que iba a abordar los botes; la primera era para comprar el boleto para montarse al bote, transacción que se llevaba a cabo en una ventanilla a escasos dos metros de las lanchas. Bolivia volvía a rizar el rizo. El porqué a nadie se le ocurrió que se podía comprar el boleto y abordar el bote haciendo la misma fila es un secreto que, junto con la legendaria ciudad perdida, probablemente yace enterrado en el fondo del lago.

Cruzar el Titicaca en Tiquina fue una experiencia terrorífica. El viento, que aún no se ha calmado del todo, hace que la lancha se bambolee de manera dramática. Más de dos veces estuve seguro de que nos íbamos al agua. Alrededor, el panorama es irreal: las aguas están repletas de ferrys con buses y carros, todos bailando en las olas, todos en un caos delicioso y perfecto.

Al llegar al otro lado, las sonrisas se desvanecen. El despelote es total, cientos de pasajeros recorren las calles de Tiquina sin una idea de dónde se encuentra su bus, ni cuando cruzará. “Los pasajeros del bus de las nueve de la mañana”, grita un tipo desde la puerta de un bus, provocando un efecto similar a lo que sucede cuando se agita un avispero. La falta de organización raya en lo sublime, y sería graciosa si olvidáramos por un momento que nuestro bus salió a las 11 de la mañana, y todavía estamos a decenas de kilómetros de Copacabana. Con todo, la espera no sería tan agobiante si no fuera por el polvo. El fuerte viento levanta nubes de tierra que lo cubren todo y se te meten en los ojos. Al poco tiempo, sientes que tu cara, manos y ropa están completamente pegajosos y sucios.

Como si de una señal se tratase, a las 5 p.m llega nuestro bus, el número cinco. Cuando el chófer grita “¡pasajeros del bus cinco!” ya prácticamente todos estamos dentro. La alegría se siente en el bus. Corre el rumor de que el número cinco fue el último en cruzar, y las caras de los que nos ven sonreír aliviados mientras esperan su bus es un verdadero poema.

Minutos después, el Titicaca y yo hicimos las paces. Tres cuartos de hora de sobrecogedores paisajes lograron que, al llegar a Copacabana, mis penas –y seguramente las de todos los pasajeros—hubieran sido enterradas en el olvido. Copacabana, por cierto, es un pueblo alegre y, en su contexto, con mucha vida. Al bajar del autobús, sientes que estás en un lugar importante. Grupos de turistas recorriendo las calles, infinidad de tiendas de artesanías, restaurantes, hostales a internet cafés corroboran la primera impresión. Después de conseguir alojamiento, nos dirigimos a organizar nuestro itinerario para los próximos días. Me acompañan Jennifer y Lucille, dos jóvenes francesas con las que viajaré a la mañana siguiente a la Isla del Sol y con las que, un día después, cruzaré la frontera peruana para ir a Puno y finalmente al Cuzco.

Al día siguiente, sábado, la cosa comenzó mal. Nuevamente el fuerte viento nos impidió salir en lancha hacia la Isla. Pero, por toda su desorganización, Bolivia es un país en donde la palabra 'imposible' no existe. Minutos después teníamos un bus listo para llevarnos, previo pago ‘extra’, a Yampupata, una lengua de tierra desde donde el cruce a la parte norte de la Isla del Sol sería mucho más corto y fácil.

Tristemente, el destino decidió regalarnos uno de los cuatro días anuales de mal tiempo en la isla. El gélido viento te penetraba hasta los huesos y la lluvia iba y venía. Por si fuera poco, la Isla del Sol nos ofrecía un espectáculo un poco desconcertante. Al habitual contraste entre turistas y locales, se sumaba la presencia de una cantidad enorme de jóvenes que viajaron a la isla para asistir a un festival de música electrónica. La nula presencia de autoridad en esta cara de la isla la convierte en un lugar perfecto para fiestas y, cómo no, para el uso libre de drogas. Observar a estos muchachos bailando de manera extraña en la playa ante la mirada enigmática de los lugareños resulta en una escena reveladora: imposible no pensar en el contraste económico, educativo y hasta racial entre los dos grupos. Menos de un kilómetro en dirección opuesta a la fiesta, la pobreza de los pobladores de esta isla poco entiende de Djs y drogas sintéticas. Sus habitantes viven en casas poco protegidas del clima, en donde el agua corriente y la luz eléctrica son bienes preciados y escasos. La mayoría, además, posee cerdos o vacas, y las montañas de excrementos que estos animales producen a menudo se apilan a escasos centímetros de las casas y de donde los niños juegan. El panorama revive en el espíritu esa gran contradicción que define Bolivia: paisajes de belleza abrumadora de la mano de una población escandalosamente pobre.

El clima, por su parte, no daba tregua. El frío y el viento fueron intensos durante todo el día y especialmente luego de la caída del sol, lo que no impidió a los muchachos bailar hasta el siguiente amanecer. Muchos de ellos viajaban, a la mañana siguiente, en el bote de vuelta a Copacabana. No habían dormido, pero se sentían satisfechos por la fiesta. Regresaban a sus hogares con historias y anécdotas, como la del frío intenso que sólo permitió que se celebrara la última de las dos noches planeadas por los organizadores del festival. O como la del niño que, mientras arreaba un par de escuálidas vacas, se quedó mirando a los dos muchachos que guardaban la entrada al festival de manera extraña. El raro encuentro de dos universos que están cerca y a la vez tan lejos.

Todas estas cosas pasaban por mi mente al sentarme en un nuevo bus, éste con destino a la ciudad de Puno, del lado peruano, y obligada parada de camino al Cuzco. Al cruzar la frontera –con un sólo funcionario y una fila inmensa—no puedo evitar reparar nuevamente en la seguridad. Las mochilas, que cruzan dentro del bus, no son revisadas. Atrás queda Bolivia, Copacabana, y la hermosa Isla del Sol, donde aprendí que la cercanía física es una dimensión vacía, y que la belleza natural de ciertos lugares no necesariamente acarrea prosperidad y riqueza para los que en ellos habitan. Acabo de dar mi primer paso en Perú, iniciando un trayecto que me llevará hasta Machu Picchu. Que siga la aventura.


posted by RicAngel @ 20:50   0 comments
Crónicas Sudamericanas, 1ra parte: De Sao Paulo a La Paz


La Paz, 25.Julio.2010

Despierto con las primeras luces del amanecer. El bus en el que viajo acaba de entrar en Corumbá, en la frontera de Brasil con Bolivia. Por un segundo, me encuentro completamente desorientado. Veintiún horas atrás, estaba sentado en el mismo asiento, pero el bus recorría las calles de Sao Paulo, dispuesto a adentrarse en el corazón del gigante sudamericano.

En cuestión de minutos, el bus, que llevaba horas en silencio, se volvió un hervidero de actividad. Los niños empezaban a llorar, algunos se desperezaban y otros preparaban su equipaje y documentos para cruzar la frontera. El proceso fue increíblemente rápido. Salvo uno que otro boliviano que recibió una multa por quedarse más del tiempo permitido en Brasil (800 reales, unos 400 dólares, a pagarse si alguna vez vuelven), la mayoría sólo recibimos un sello en el pasaporte y una sonrisa forzada. Al cruzar la frontera, el proceso fue igual. Tuve la impresión de que podía haber estado entrando a Bolivia con kilos de drogas y hubiera recibido las mismas sonrisas forzadas.

Pero nada de lo que había experimentado en mi maratónico viaje ni al cruzar la frontera me había preparado para lo que faltaba. Aún estaba en Puerto Quijarro, e ignoraba que me quedaban más de 30 horas de viaje hasta llegar a mi destino más inmediato: La Paz.

Puerto Quijarro es quizás el pueblo más polvoriento de Bolivia. A falta de más información, asumiré que lo es. Sus calles de tierra, tiendas improvisadas, edificios en ruinas, y una enorme cantidad de perros vagabundos dan la impresión de que se está en un lugar olvidado por Dios, tal vez una especie de terapia de shock para el viajero, que no puede evitar recordar que acaba de entrar en uno de los países más pobres de América. “Sí, esto es Bolivia”, parece gritar todo en el pueblo. Un grito mudo, sí, pero increíblemente poderoso.

Tres horas, un almuerzo y mucho polvo después, estamos listos para partir hacia Santa Cruz. Me acompaña Siderlei, un skater-rapero oriundo de Sao Paulo que conocí en el bus. Siderlei lleva cuatro años viviendo en Lima, hacia donde se dirige, y ha hecho el viaje unas cuantas veces. Por consejo suyo, decidimos tomar el bus en vez del tren (conocido como 'tren de la muerte') por ser más barato y rápido. Además, Siderlei es definitivamente el único negro en Puerto Quijarro, y el único negro que vimos hasta que, emocionados, logramos ver otro en las calles de La Paz.

Pero no nos adelantemos. Apenas abordamos el bus, la diferencia de precio –y estándares—con Brasil nos explota en la cara. Los asientos son incomodísimos, y antes de partir ya tenemos dos o tres personas vendiendo cosas dentro del bus. Los altavoces suenan con música de José Luis Perales, ABBA y Nino Bravo. “He regresado en el tiempo”, pensé, impresión que se vio confirmada cuando, al ser cuestionado por la película prometida con la compra del pasaje, el chofer nos puso una reliquia mexicana de Alejandro Fernández llamada “Tu camino y el mío”. En el parabrisas del bus, un gran letrero rezaba “Del Olvido”. Imposible pensar en algo más apropiado.

Trivialidades aparte, el viaje a Santa Cruz, nada menos que 14 horas, es como meterse en la boca del lobo: la oscuridad total solo se ve eclipsada por el temblar del bus. Siderlei tenía razón, el viaje era más barato, y sin duda llegaríamos más rápido, pero ignoraba(mos) un pequeño detalle: gran parte de la carretera a Santa Cruz no está asfaltada, lo cual me hizo, increíblemente, arrepentirme de no haber viajado en un medio de transporte que lleva la palabra muerte en su nombre.

Después de una gélida llegada a Santa Cruz a las 5:30 a.m, a las ocho arrancábamos rumbo a Cochabamba. La salida, que debía haber tenido lugar a las 6:30, inició una costumbre de impuntualidad boliviana –que bien podría ser panameña—que sufro hasta hoy. Las nueve horas siguientes fueron muy parecidas al viaje anterior: un muchacho con ínfulas de orador intentando vender la 'pomada mágica 7 en 1', una procesión de gente vendiendo cosas que iban desde brochetas de carne hasta pastillas de ying-seng, todo aderezado con el sopor continuo de quien viaja interminables horas en un asiento de bus. Duermes, despiertas, duermes y despiertas de nuevo hasta que realmente no sabes lo que está sucediendo.

La parte realmente fascinante de Bolivia empezó camino de Cochabamba. A medida que subíamos al altiplano, el paisaje iba cambiando de manera increíble. Serpenteando por carreteras aterrorizantes (y con letreros que avisaban de “Zona Geológicamente Inestable” por el camino), fuimos experimentando un hermoso cambio de vegetación. El sol y el azul del cielo se mezclaban con la bruma y la cada vez menos abundante selva. La majestuosidad del paisaje contrastaba, a su vez, con la precariedad de las casas y todo lo relacionado con la actividad humana. Parece que el precio a pagar por habitar estas tierras es la pobreza más abrumadora.

A las dos de la mañana, y luego de un último viaje de ocho horas desde Cochabamba, llegábamos a La Paz. Vista desde arriba, la capital boliviana luce como un enjambre interminable de luces repartidas por las colinas que la rodean. “Deja que la veas de día”, me avisó Siderlei, “es como una favela gigante”. Y nuevamente, el rapero paulista tenía razón. La inmensa mayoría de los edificios de la ciudad están sin pintar, y el color ocre de sus ladrillos desnudos sobre las colinas da la impresión de estar en una versión agrandada de la Rocinha, la favela más grande de Rio de Janeiro. De nuevo, me pregunto si el celoso Illimani, con su hermosa cumbre nevada, evita que la ciudad siquiera se acerque a eclipsarlo en belleza.

Una vez dentro, la palabra es caos. La Paz es, con el permiso de muchas ciudades en la India y África, un monumento al desorden y a la desorganización. El tráfico es una cosa de locos, los buses paran y arrancan donde quieran, y la gente cruza las calles y camina entre los carros como si nada. Los semáforos se pueden contar con los dedos de la mano. A riesgo de que la descripción se asemeje mucho a la Ciudad de Panamá, aseguro que jamás había visto algo así. Un viaje en taxi por La Paz, que combina el despelote de la ciudad con su geografía llena de colinas, es una experiencia emocionante, recomendable a cualquiera que sepa apreciar la sutil belleza que habita en el caos más profundo.

Porque esa es la única manera de descubrir esta hermosa ciudad. Grandes dosis de curiosidad y mucha, mucha paciencia. Para muestra, un botón: intentando ir al Tiwanaku, perdí el bus para el que había comprado boleto porque el chofer decidió partir a las 10:50 en vez de a las 11. Una vez montado en el bus de las 12 (previo pago de un nuevo boleto), me encontré sentado junto a una viejita que viajaba al Desaguadero, en la frontera con Perú, para vender cuchillas de afeitar. Se llamaba Teresa Eva, y durante la hora y media que duró el viaje, la Sra. Teresa, evangélica ella, me ilustró acerca de los problemas de Bolivia y de la condición humana en general. Con ella aprendí, por ejemplo, que el único problema de Evo Morales es que no es “cristiano”; que la Coca-Cola hizo un pacto con el diablo “y Pepsi seguro que también”; que tengo que casarme con una cristiana, porque sino mi suegro “será Satanás”; que debo decirle a mi tía-abuela, que es monja, que se “salga de eso”, porque sino Dios me “reclamará cuando me muera”. Al bajarme en la entrada del Tiwanaku supe que jamás volvería a ver el mundo de la misma manera. Pero no terminaría allí: a la vuelta, estuvimos a punto de chocar contra otro bus. A mi lado, una vez más, viajaba una viejita, que empezó a ahuyentar al espíritu malvado que casi nos hace chocar. Acto seguido, para mi perplejidad, sacó una Biblia y empezó a leer del libro de los Corintios.

Por la noche nos encontramos con las celebraciones del 16 de julio, aniversario de La Paz. Las calles estaban abarrotadas de gente observando las bandas desfilar en la noche paceña. A la vez, y especialmente cerca de la Iglesia de San Francisco, puestos de comida y toda clase de bebidas animaban la fiesta, que seguiría hasta el amanecer.

Los eventos de un sólo día revelan una extraña, mística, fascinante combinación de lo que es La Paz, y Bolivia, quizá el país menos occidentalizado de América Latina, un lugar en donde el choque de trenes que supuso la invasión española produjo heridas que aún están lejos de sanar, en donde se ve con más claridad que nunca la lucha de pueblos ancestrales con un mundo cada vez más globalizado, más uniforme y más aburrido. Bolivia es un antídoto para todo eso. Una bofetada en la cara para el viajero, que se debate cada minuto entre las sensaciones que le produce la pobreza y el caos y las que le producen el carácter único de su gente, sus milenarias tradiciones y el paraíso que les rodea, con el que han vivido en armonía por miles de años.
posted by RicAngel @ 20:43   3 comments
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