En septiembre de 1774, Abigail Adams escribía a su marido John que “siempre me pareció la intriga más inicua la de pelear por lo que le robamos a diario a aquellos que tienen tanto derecho a la libertad como nosotros”. Veintirés años después, John Adams se convertiría en el segundo presidente de los Estados Unidos, y en noviembre de 1800 ambos se convertirían en los primeros inquilinos de una Casa Blanca que simbolizaba como pocas cosas la contradicción que la segunda Primera Dama había observado. Al llegar, Adams y su mujer se encontrarían con decenas de esclavos trabajando a marchas forzadas para construir el Palacio Presidencial de la nación que se hacía llamar a si misma “la tierra de la libertad”.
Hoy, Abigail Adams estaría feliz. Con Barack Obama, Estados Unidos cierra un círculo, cura heridas, ilusiona al mundo. Y a pesar de que muchos apuntan –con razón— que Barack no es descendiente de los esclavos que construyeron la Casa Blanca, sí lo es su mujer, Michelle, y por ende, los son sus hijas, Sasha y Malia.
Cuesta recordar una situación más desesperada, un mundo más desahuciado, más desconfiado, más separado. Y cuesta, a la vez, recordar un momento más ilusionante, más esperanzador, un momento que nos hiciera sentir mariposas en el estómago. Porque Obama ha venido a borrar de un sólo plumazo todas las decepciones de la era Bush. Hasta Israel y Hamas bajan las armas en Gaza para no arruinar la magia de este momento. En Latinoamérica, los Castros, Chávez, Correas, Morales y Lugos contienen la respiración, y esperan que, de una vez por todas, la América del Cóndor y del Águila empiecen a volar juntas. Es el efecto Obama, el que hace que todos, desde Ahmadinejad a Putin, de Mugabe a Meshal, tengan esperanzas en un mundo mejor, independientemente de lo que cada uno entienda por eso.
Ya habrá tiempo para analizar su Gabinete, ya habrá tiempo para recordar que no ha hecho o dicho nada que lo identifique como el pacifista que creemos que es. Habrá tiempo de sobra para recordar que mandó a quitar a dos mujeres musulmanas de detrás suyo durante un discurso; para criticar que hablara de una Jerusalén 'eterna e indivisa' al lobby israelí en Washington; para reprocharle su silencio durante la crisis en Gaza. Pero hoy es momento de celebrar. Hoy es momento de unirnos a su fiesta, de abrazarnos, de recordar a Martin Luther King, a Rosa Parks, a Abe Lincoln y John Kennedy. En fin, hoy es momento de soñar en que el 'wonderboy' de Illinois, Kansas, Hawaii, Jakarta y Kenia inaugurará una era de paz, prosperidad y entendimiento global.
Decía Martin Luther King que el hombre moderno sufría de una “pobreza de espíritu”, que, a pesar de haberle permitido volar como los pájaros y nadar como los peces, le impedía aprender a caminar por el mudno como hermanos y hermanas. Hoy, viendo a Obama asumir la presidencia, estamos un poquito más cerca de superar esa pobreza. Martin Luther King sonríe en algun lugar.
Panamá, 18.enero.2009
El mandato más impopular de la historia Se va Bush. Y lo hace por la puerta de atrás, sin pena ni gloria, con ese halo de incompetencia y dejadez que caracterizó a sus ocho años en el Gobierno. Bush deja un mundo en llamas. Arde Gaza, arde Irak y arde Afganistán. Después de ocho años de Bush, la Guerra contra el Terrorismo es, en palabras de David Miliband, canciller de Inglaterra, algo “mal planteado desde el principio”, Latinoamérica está un poquito más lejos, la paz en Medio Oriente huele a sueño mojado, Irán está un poquito más cerca de tener un arma nuclear, la economía estadounidense sigue en caída libre y el socialismo se convirtió en política de Estado, para los ricos. Todo envuelto en el vergonzoso manto de un pisoteo a la Constitución que juró dos veces defender. Y por encima de todo, Bush pasará a la historia como el hombre que, legalizando la tortura, despojó a Estados Unidos del activo más importante que creía poseer: la autoridad moral. Pero una mirada un poco más profunda nos revela en George W. Bush una persona poco proclive a cometer estos atropellos. Cuesta ver en el afable y campechano “W” un conspirador, una mente brillantemente retorcida, un amante de la guerra o de la tortura. Quizás por eso es que muchos coinciden en afirmar que Bush estaba más enamorado del título de presidente que del cargo, y que eran otros los que tomaban las grandes decisiones en su administración. Quizás por eso interrumpió un discurso para tomar una llamada de Ehud Olmert y no pudo interrumpir la lectura de un cuento infantil cuando los primeros aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas. Bush permitió que los neoconservadores tomaran su presidencia, desde Cheney hasta Rumsfeld, desde Rove hasta Wolfowitz. Fueron estos nombres los que diseñaron la Guerra contra el Terror, los que le vendieron la Guerra de Irak al pueblo, los que legalizaron la tortura y los que mutilaron la Constitución de Madison y Jefferson. Y sí, fueron estos hombres los que crearon Al-Qaeda, llevaron a Osama Bin Laden al estrellato y revivieron el terrorismo islámico, el de Hassan al-Bana, Sayyid Qutb y los Hermanos Musulmanes. Fueron ellos los que diseñaron los recortes de impuestos a los ricos y aplaudieron la orgía desreguladora de los últimos años. Fueron los neocons, no nos engañemos, los que demostraron al mundo que el exceso de ideología es tan o más peligroso que la falta de ella. Pero estos pesos se los llevará a su rancho el tejano Bush, que abandona la presidencia con unos niveles escandalosos de desaprobación. Precisamente el haber entregado su presidencia a los neocons, lejos de excusarle, le hunde más en la ciénaga de la ignominia presidencial. Bush pasará por la puerta de atrás al desván de la historia de los presidentes norteamericanos. Cuesta creer que forma parte de un grupo de hombres en el que figuran colosos como Washington, Adams, Lincoln o FDR. Por esto, más aún, su incompetencia le crucifica, su pasividad lo condena y su mediocridad lo hace mil veces culpable. 'W' llegó a su cita con la historia y no supo estar a su altura. Dejó que Darth Vader Cheney gobernara el país desde las sombras, y terminara de hundir a Estados Unidos en el pantano de la avaricia, la inmoralidad y la decadencia. Un pantano del que, para salir, seguramente será necesario más que un negrito de verbo florido de Illinois. Para el recuerdo quedará el inmenso letrero que rezaba “Misión Cumplida” en el USS Abraham Lincoln aquella tarde de mayo de 2003, la muerte de Saddam en la horca, sus célebres no-palabras, su bochornosa negligencia en el desastre de Katrina, sus fallidos golpes de Estado a Chávez en Venezuela (2002) y Hamas (2007) en Gaza, su irrespeto por las fronteras de Pakistán y Siria y, por supuesto, el 'zapatazo' de Munthazer al-Zaidi en Bagdad, perfecto y merecido souvenir de una impopularidad a nivel mundial que seguro supera con creces a la de su propio país. Mañana, el mundo pondrá sus ojos y esperanzas sobre el niño maravilla de Illinois, el príncipe de Chicago. Un hombre –Obama—que, para la brillante columnista Maureen Dowd, representa el polo opuesto de Bush: “un intelectual complejo y polisilábico que sólo tomará una decisión luego de haberla examinado desde todos los ángulos”. Se va Bush, y, como dice Dowd: “es un gran alivio saber que vamos a tener una mente inquisitiva y complicada en la Casa Blanca”.
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