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Obama y el Medio Oriente: Más Hussein, menos Barack
martes, febrero 03, 2009

Panamá, 28.enero.2009


Barack Hussein, el de los nombres árabes, decidió dar su primera entrevista como presidente a la televisora Al-Arabiya, basada en Dubai. El 20 de enero, además, tuvo la delicadeza de mencionar en su discurso inaugural a los musulmanes dentro de los grupos que conformaban la sociedad norteamericana --incluso por delante de los judíos-- y de tenderle una mano amistosa al “mundo musulmán”. Hilando más fino, muchos medios han subrayado el hecho de que el presidente llamó por teléfono a Abu Mazen (Abbás) antes que a Ehud Olmert. El mundo especula con la posición que tomará Obama con respecto a la que sin duda es la región mas fascinante del mundo, la que levanta pasiones, la que devora líderes y buenas intenciones: el Medio Oriente.

Obama sabe, sin lugar a dudas, que en Oriente Medio le espera el premio mayor, ese que nadie antes que él ha podido conquistar, ese que ha visto entrar y salir a cuanto presidente y mediador se nos ocurra para verlos a todos salir escaldados, con el rabo entre las piernas. Sabe perfectamente que si hay alguien que puede contribuir decisivamente a la paz es él. Y no sólo eso: el mundo entero espera que lo haga. Para lograrlo, Barack Hussein va a tener que llevar a cabo una serie de cambios, que en su gran mayoría están relacionados con la hipócrita política que Estados Unidos ha llevado a cabo en las últimas décadas en la región. De su atrevimiento o cobardía para llevarlos a cabo dependerán dramáticamente la imagen de su país, las esperanzas de paz y, por ende, el destino de la región más conflictiva del mundo.

El primer tema sobre la mesa de Obama debe ser, por fuerza, el apoyo masivo e incondicional de Estados Unidos hacia Israel y sus acciones en la región, una política cuyos resultados hablan por sí solos. Mientras Washington siga apoyando ciegamente las guerras israelíes de “autodefensa” --sea en Líbano, Gaza, o en cualquier lugar--, proporcionándole billones de dólares anualmente en armas y patrocinando la ocupación ilegal de los territorios palestinos, Estados Unidos seguirá siendo visto como un gran fraude para el resto de países de la región y una fuente inagotable de odio y resentimiento. Hasta ahora no ha habido señales claras del lado de Obama de que la “relación especial” que ambos países tienen vaya a cambiar (las palabras 'Gaza', 'palestina' e 'Israel' estuvieron notoriamente ausentes de su discurso inaugural y días más tarde hizo una vaga referencia al 'sufrimiento palestino'), pero algo sabrán en Jerusalén cuando rompieron la tregua con Hamas el día de las elecciones estadounidenses y llevaron a cabo una masacre en Gaza pocas semanas antes de asumir el poder en EEUU alguien que había mostrado indicios de querer incluir a los islamistas en las conversaciones de paz.

Un hipotético giro radical en la relación EEUU-Israel traería otros beneficios. Se vea como se vea, la alianza con Israel es quizás las única de todas cuantas tiene EEUU que no le beneficia en absoluto. Israel inclusive ha atacado barcos estadounidenses, como en el incidente del USS Liberty en plena guerra de los Seis Días (1967), en el que murieron 34 marinos y 173 resultaron heridos, que a la postre ha resultado ser el único incidente significativo de la historia naval norteamericana que no ha sido investigado por el Congreso. Más aún, el apoyo incondicional a Israel no refleja el absoluto el sentir del pueblo norteamericano. En julio, una encuesta de la Universidad de Maryland arrojó que el 71% de los americanos desean que su Gobierno se mantenga neutral en el conflicto palestino-israelí. Por si fuera poco, en enero de 2009 un estudio de Rasmussen halló que los estadounidenses estaban “muy divididos en cuanto a la ofensiva militar sobre Gaza” (41% contra 44%, con 15% de indecisos). Sin embargo, el Congreso estadounidense aprobó de manera casi unánime una resolución de apoyo a Israel: de 435 miembros (100 senadores y 335 representantes), solamente 5 (representantes) votaron en contra de la resolución y 20 se abstuvieron. Ni siquiera en asuntos puramente americanos como la Guerra de Irak (donde 22 senadores y 133 representantes votaron en contra) se ha visto una situación tan compleja y controversial que, sin embargo, produzca tal unanimidad.

Por otro lado, ambos países parecen condenados a colisionar. Recientemente, y como parte de su campaña electoral, Tzipi Livni advertía de que “un Israel gobernado por Netanyahu está destinado a chocar con Estados Unidos”. Tanto Livni como Ehud Barak –candidatos del centro y la 'izquierda' israelí-- están aprendiendo por las malas la antigua lección de que las guerras siempre benefician a la derecha. El Israel de hoy se inclina preocupantemente en esa dirección, cuyos políticos hablan igualmente el lenguaje de las bombas pero con más sinceridad. 'Bibi' Netanhayu, el líder del Likud que enterró los acuerdos de Oslo, y favorito en las encuestas, advirtió hace poco que no va a impedir el crecimiento de los asentamientos ilegales en Cisjordania, considerados el mayor obstáculo en el proceso de paz. Otro fenómeno curioso es la creciente popularidad de Avigdor Lieberman, diputado del partido de ultra-derecha Yisrael Beytenu, y un personaje que sería considerado fascista en cualquier lugar menos en Israel. Si Obama se atreve a obligar a Israel a aceptar el consenso mundial –Iniciativa Árabe de Paz más acuerdo en el tema de los refugiados palestinos-- y sentarse a la mesa de negociaciones con Hamas y Fatah, el conflicto podrá ser resuelto. Por supuesto, ello obligaría a desmantelar los asentamientos en Cisjordania (donde viven medio millón de judíos, algunos verdaderos extremistas) y que Israel reconociera a Hamas (algo que Hamas ha repetido en varias ocasiones estar dispuesto a hacer si Israel se retira a las fronteras del 67), precios que, hoy por hoy, --y mucho menos con personajes como Netanyahu o Lieberman en el poder-- Israel no está dispuesto a pagar.

Otro de los grandes obstáculos para el éxito medio-oriental de Obama es el apoyo de su país a regímenes totalitarios y corruptos como Egipto, Arabia Saudita y Jordania, por solo mencionar algunos. Esta política representa mejor que nada la doble moral que los árabes hallan tan detestable de los norteamericanos: mientras predican democracia, libertad y demás, no sólo apoyan a personajes como Hosni Mubarak o los monarcas saudíes, sino que irrespetan las únicas elecciones libres que ha habido en la región –Palestina 2006—, declaran “terrorista” al grupo que las ganó e insisten en declarar a Mahmoud Abbas como líder de los palestinos, cuando no solamente el y su partido Al Fatah (o lo que queda de él) son inmensamente impopulares y despreciados, sino que desde el 9 de enero su mandato está expirado, y se sostiene gracias a una extensión unilateral de un año.

Fuera del mundo árabe, Obama tendrá que lidiar con Irán. Quitando a Israel, existe un considerable consenso a nivel mundial de que ambos países deben dejar de ignorarse mutuamente y sentarse a dialogar. Las malas relaciones con el país de los ayatolás son herencia de la administración Carter (más que nada del malévolo Zbigniew Brezinski), --que no quiso establecer relaciones con el Ayatola Jomeini--, y mirando en retrospectiva quizás constituyan el error más grave del ex presidente demócrata, error que ha sido consolidado por todos sus sucesores, especialmente luego de la crisis de los rehenes de 1979-81. Obama no tiene porqué seguir esta fallida política. La apertura a Teherán traería beneficios inmediatos tanto en el propio Irán –el debilitamiento de populistas como Ahmadinejad, del clero en general, y el fortalecimiento de reformistas como el ex presidente Khatami—como en la región: Irak, Afganistán y --sin lugar a dudas-- Siria, Líbano y Palestina. Nixon fue a China, Reagan a Moscú, ¿sería mucho pedir ver a Obama en Teherán?

Por último, pero no menos importante, Barack Hussein tendrá que renunciar por completo a la otra herencia nefasta de Carter: la doctrina que lleva su nombre, y que establece el compromiso norteamericano de usar la fuerza si fuera necesario para acceder a los recursos petrolíferos del Golfo Pérsico. Esta doctrina ha supuesto el involucramiento de EEUU en tres grandes conflictos –la guerra Irán-Irak de los 80s (aquellos tiempos en los que Saddam era un gran aliado de EEUU) y ambas invasiones a Irak-- con la consiguiente muerte de millones de personas, la humillación de otros tantos y las semillas de un odio visceral hacia Estados Unidos en la región. Obama ha dejado claro tanto en su campaña como en sus primeros días como presidente que va a retirar las tropas de Irak y va a intentar minimizar la dependencia estadounidense del petróleo del Golfo (y en general), dos medidas que sin duda ayudarán muchísimo a distanciarse de la doctrina Carter.

Más allá de otros temas, como la extrema pobreza, el analfabetismo y la siempre presente tensión entre sunitas y chiíes, si Obama logra llevar a cabo estos cambios tiene grandes posibilidades de lograr algo importante en la región. Al fin y al cabo, lo que se quiere es una administración con un poquito de profundidad mental, que esté a la altura de los tiempos, y que se aleje de la actitud “bueno-malo” que caracterizó la era Bush. Lo que se necesita es un Obama que mientras reivindique el derecho de Israel a existir, también lo haga del de los palestinos; que respete los líderes escogidos democráticamente, no sólo cuando le conviene; que cuando condene los ataques con cohetes Qassam sobre el sur de Israel también condene el bloqueo a Gaza (acto de guerra según las Convenciones de Ginebra) y la ocupación de los territorios palestinos; que cuando hable de democracia y libertad no tenga al lado a los Mubaraks y demás dictadores pro-occidente de la región; que reconozca a la Hizbolá libanesa como un movimiento de resistencia y parte esencial de la política de ese país; en fin, que tenga una complejidad mental que esté, de una vez por todas, a la altura de lo que se espera de un presidente de los Estados Unidos. En Medio Oriente, Obama tendrá que ser menos 'Barak' y más Hussein.

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